En el quirófano donde el iPod que me robaron fue gestado (seguramente vía cesárea) debió haber tenido un aroma a madera. Aguantó todo tipo de golpes (personales y teledirigidos, ocasionales y colectivos). Cuando pienso en el proceso de transporte, de cómo ese iPod viajaba con su empaque negro y la sonrisa pirata (en más de un sentido) de Johny Depp, veo claramente cómo en su pantalla podría haber algo más que el reflejo de la obscuridad estertora del empaque y esa melosa capacidad para ser empacado en blisters que sólo Neil Armstrong pudo imaginar.
El acecho al almacén era como el cunero natural y caluroso. Perdía la garantía si perdía también alza en el precio por comprarlo en Indianápolis. Fair enough. Una cubierta de hule estilizado que no debería costar más de unos pícaros centavos de dólar salió en USD $27. (ahí fue donde se equilibró el deal y tal vez desde ahí se gestaba el complot: dejar que cargara lenta y estudiadamente el inocente aparato para que cuando el momento fuera dictado, regresara a manos de una potestad aún desconocida.
Cuando lo liberé del Pirata del Caribe y lo conecté a la música previamente instalada en la computadora, fue como inventar el proceso de alimento en una placenta, y al ver que se prendía su pantallita, imaginar sus primeras palabras.
El resto fue solaz.
Inventé ingeniosos nombres para playlists dignos de ser tocados en ocasiones emocionalmente paradigmáticas: «Música para apagar la luz y ver qué pasa», «Música para patear perritos totalmente desnudo a la luz pública», «Música para recordar que Justo-Este-Momento se compone de ESO», «Música para abrir las puertas del bule de par en par», «Música para treparle al estéreo en la troca durante el trayecto de Piedras Negras a Nogales»…
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