El domingo es un día enojadamente extraño. Es uno de los dos bastiones de los capos de los oasis del descanso y el modelo del disfrute, y como tal hay que tratarlo.
Pero pasa algo con este día, que no sucede con los demás. La mitad del mismo es aún parte de la ladera del descanso y solaz, pero la otra mitad es oscuridad y zozobra. La fuerza se vuelve a manifestar.
No importa que siga siendo uno de los dos días oficiales en los que te tiendes al suelo, la frontera con el lunes hace que gran parte del domingo sea un lastre inclemente, el cual nadie quiere (ni siquiera para un lunes).
En esa inconsistencia, lo más diligente que puedes hacer, es restituir el pedazo del domingo al viernes, y saber que hacia ese lado de la semana -jueves, miércoles- cualquier provocación se transforma en nocturna y elegante excusa.
Pero el domingo tiene consigo una especie de garantía de facha, de cabina para desintoxicarte y un remanso para prepararte estoicamente para la cuesta que supone la semana.
Este aroma de domingo por la tarde es francamente esquizofrénico y penetrante, donde no se sabe si se descansa, se amortigua, se previene o se hace bolita en la cama, y la mística del mismo se vuelve aletargada y propicia para salir a hacer lo que de ningún modo harías otro día.
Por eso el domingo es único, es un leño de difícil corte y digestión. Es el amigo nerd al que nadie le habla y es, de cualquier modo, tan parecido al espejo.
He oído tantas historias de planes domingueros que van, desde invitar (obligar) a la familia a encerrarse en un auto e ir a ver casas por las zonas más lujosas de la ciudad (acto sólo explicable si se trata de una familia de delincuentes en franco trazo de su próximo cometido), hasta irte a deambular sin destino y a exagerada baja velocidad, por algún parque, plaza o centro comercial.
Para esto último, lo ideal será que te enfundes en una frecuencia lo suficientemente zombie y que estés dispuesto a reconocer en el merodeo, el arte de transformar el tiempo en movimiento (browniano) en el que un helado, un sope, un esquite, unos aretes, unos zapatos, un abrigo y hasta un coooooche podrían peligrosamente cruzarse en tu ruta (comercial).
Por eso es peligroso el domingo. Para eso existe: para ser un dique natural entre el diligente sábado y el socroso lunes. Es el umbral en el que uno se monta entre una posibilidad de madurez y recato, y el desalojo de cualquier neurona y echar todo el crédito (de toda naturaleza) por la escotilla.
Para muchos, el domingo debería cambiarse al viernes y así el jueves tendría aún más fulgor y presencia. Pero sólo si el hueco en donde estaba el domingo mantuviera su cometido de no hacer nada.
No hay que darle muchas vueltas. Si sales en domingo tiene que ser a perder el tiempo del modo menos humillante posible. Lánzate a dar vueltas sobre tu eje a una plaza pública, siempre y cuando alguien te esté videograbando. De ese modo podrás valorar muchas cosas (como el fondo de la cinta) en un tiempo.
Todo se vuelve más lento en domingo. Probablemente para eso fue hecho.
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