Una vez que entré a la sala, esa mosca hizo todo cuanto pudo para llamar mi atención. Seguramente sabía que no la iba a matar.
(Pronunciamos con tal ligereza y espontaneidad «matar» que así se trate de una mosca, nos investimos artificialmente la función de administradores y rectores del mundo que nos da la prerrogativa para matar hasta el tiempo)
A sus anchas, el insecto caminó un rato por el piso y se mantuvo en donde mejor le acomodó. Sin perderle detalle entramos en un diálogo de mudos que se vio enriquecido por el silencio abrumador, por ambos apreciado.
«Esta es una gran mosca», pensé. La inusual capacidad de quedarse quietecita en una casa ajena (¿realmente es mi casa o la suya?) hablaba a distancia de sus modales. De todas las moscas que he visto, ésta es con la que me quedo: durante el tiempo, bastante, que no le retiré la mirada, la mosca se mantuvo inmóvil, atenta, alerta.
¿Qué tuvo que suceder para que la mosca apareciera en este momento como mosca y yo… como yo?
¿En qué grado somos moscas frente a niveles de conciencia que probablemente no percibimos ni imaginamos?
De pronto sentí un dejo de calidez y agradecimiento. La mosca voló a mi cuarto. ¡Que hurgue mis calzones! Hoy me dio una perspectiva que muchos humanos ven pasar como moscas e incluso matan.
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