No es para que le cambie el nombre a «Los Diablos», pero responde a la religión del «Sólo por Molestar» y ahí es donde todo se enciende.
Aeropuerto de L.A. Aeroméxico. Sala 28. Señorita enfadada con la vida (de esas que son mexicanas hasta el píloro y que en un misterio lingüístico, se les ha olvidado ese idioma que llaman «Español»).
Con premeditación, alevosía, ventaja y un poco de nocturnidad tomé las medidas precisas para hacer un viaje de trabajo de tres días, lo más limpio y eficiente.
Web-checkin, maleta con bolígrafos dobles para el llenado de las formas migratorias (a falta de crucigramas), audífonos con la suficiente cancelación de sonido previendo el inminente niño chillón que en todo vuelo te debe tocar, una bolsa del frente lista para guardar cinturón, reloj, cámara, iPhone y el ejército de metales sólidos que uno carga, así como todo tipo de providencias para bienviajar y salir del Benito Juárez sin esperar la maleta en el carrousel.
Babeaba con las inutilidades que pone Best Buy en sus máquinas expendedoras (donde evidentemente terminé comprando «alguito») mientras secretamente imaginaba para qué voceaban a algunos selectos pasajeros, hasta que sonó «Eduardo Navarrete» de la misma manera como se oía el pario cuando mi mamá pasaba por mí en el kínder.
Dejé la caja de ilusiones (sólo por un momento) y me formé en la fila que tenía siete ilustres y extrañados paisanos rascándose la cabeza sin saber si en lugar de deportarnos nos dejarían ahí.
«Me van a ofrecer USD $500, una noche en el Ritz Carlton y un boleto abierto porque el vuelo va sobrevendido», supuse mientas frotaba las manitas como mosca a punto de pararse ahí donde sabes.
«Su maleta no pasar, no cumpliendo con las regulaciones airoportuarias internationales», me dice esta amiga del problema después de validar que un humano había hecho su web checkin.
Me quitaron el estado Zen y las ganas de ir por los imanes para el refri para mi mamá. Le comenté que era una maleta con las medidas para llevar arriba, que de hecho ése había sido el motivador de esa compra, pero validé con su lánguida estampa y necesidad de hacer un viaje gris, que ni siquiera hablaba. Ni oía. Ni razonaba. Lo único que hacía era llenar una etiqueta que cambiaba mi «web» por «late» checkin. Iban a documentar mi maleta, ésa que cumplía con todas las normas de la OTAN.
Cuando le dije a la estatua que hacía tres días había llegado a LAX sin documentar me dijo que si quería, traía el «comprobador de equipaje». Supuse que un morenazo rutilante y maltrecho saldría de abajo del mostrador para ponerme en mi lugar y dejar que al resto de los pasajeros les quitaran su maleta de viaje y su sonrisa.
Pero en su lugar, una de sus compañeras llegó arrastrando un armaroste metálico con un espacio en la parte de abajo donde debería entrar mi maleta… Después de que le quitaran dos cajas de zapatos y unas bolsas de mandado que tenía la mentada tecnología para saber si subes o no con equipaje.
Mi maleta suplicaba clemencia: no sabía si irse abajo sin mi compañía o sujetarse al examen sorpresa que le estaban requiriendo.
«No temas, pequeña», le dije y después de que quitaran sus cosas las empleadas de la aerolínea, iniciamos con el quirúrgico procedimiento.
Los que estaban sentados se acercaron como si el acto fuera patrocinado para su diversión.
Las llantitas, como siempre las llantitas impedían una silueta esbelta y rozaban con la estructura de metal, lo que hizo sonreír a la fulana malora.
Bastó un empujón rígido pero cariñoso en la maleta para que sonara en mi mente la obertura 1840 de Tchaikovsky: había entrado el bulto a su receptáculo. La sacada estuvo un poco laboriosa, por poco pensé que ahora iba a tener que viajar con todo el poste metálico, pero finalmente salió.
Silbando hacia mis adentros volteé a ver a la ramplona, quien retadora dijo: «Otra vez».
No lo creía. ¿Segunda vuelta con el examen resuelto y aprobado en sus bigotes (no exagero)? Ahí sí me escuchó. Y seguramente también alguna compañera suya que notó que algo andaba a punto de soltar a los Antiguos Espíritus del Mal y se acercó.
«A ver, vuélvala a meter, pero si quiere quítele algo del frente para que no vaya a atorarse». Pensé en desinstalar el módulo de ataque bacteriológico o la estructura de observación satelital, pero en franca ironía retiré las dos plumas de llenado de formas y volvió el examen.
Esta vez tuve cuidado de meter las llantitas primero y cupo perfecto, parecía un aparador de maletas para subir al vuelo. Volteé a ver a ambas, no sin subir lo más alto posible mis cejas.
«Ayyy, claro que pasa…», dijo la segunda señorita a la primera, quien dio la vuelta y se fue a fastidiarle el viaje a alguien más.
Nunca había visto una maleta tan agradecida ni orgullosa de su dueño.
Nunca dudé de ella, a pesar de esas llantitas.
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