Tengo un don que debería presumir: especialmente cuando pretendo usar la totalidad de mi ventanilla en un vuelo de 17 horas (y a tres filas del básico niño chillón), me toca en el ala del avión.
Sea en la repartición del pollo o en la estratégica disposición del asiento, el ala no puede ser otra cosa más que un buen augurio: es la que mejor sabe y la que obliga a encontrarle astutas formas a las nubes, ésas que no requieren manuales para existir.
Si de por sí, pedir una ventanilla en el mostrador es lo más parecido a rogar un indulto en la horca, pensar en aderezar la solicitud con que sea fuera del área del ala podría hacer que ganes tu regreso a nado.
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