Patear una piedra en la calle es un terapéutico ejercicio que todos deberían valorar estos días (ciertamente pateables).
No sólo libera tensión al ver en la piedra la cara del jefe, del hermano o de la situación en turno que le roba lo que nada debería hurtarle; una piedra en el suelo puede y debe ser desplazada para colaborar con la impermanencia, una especie de piedra aún no entendida que pende del lomo.
De niño imaginaba un marcador cenital que apuntara a esa piedra que iba a mover de su zona de confort. El reto era, como todo en la infancia, cambiar el mundo, así fuera el de la piedra, llevándola lo más lejos que las patadas dieran. Como la vida lo lleva a uno con indiscutible arte.
Si hoy veo una piedra en el suelo no permito que ella me patee por ninguna circunstancia, aunque secretamente conozco sus intenciones y sé que sería lo más artístico que el día podría propinar para beneplácito de la interpretación y reacción de dicha patada.
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